miércoles, abril 11, 2007

El globo rojo (cuentos para Alejandro)

Miguel tenía siete años y había vivido toda su vida en un pequeño pueblecito perdido entre las suaves montañas del oeste. Nunca había estado en la Capital, las únicas veces que iba a la ciudad era para las visitas al Doctor Jiménez y para la feria anual de los niños.

La feria anual de aquel año le parecía a Miguel la mejor de todas, cada año él era más grande y fuerte, y podía disfrutar de más y más atracciones. Se sentía raro, caminando con su ropa de domingo, de la mano, áspera de trabajar el campo, de su padre, entre los niños de la ciudad que corrían solos entre los puestos de la feria. No les envidiaba su libertad, sabía que ellos preferirían que sus padres los acompañasen a la feria.

Entre un puesto de golosinas y otro de tiro al blanco había una pequeña paradita, la del vendedor de globos. Miguel creía que ya era demasiado grande para llevar un globo, pero no podía dejar de mirar un brillante globo rojo, que se balanceaba en la brisa como un álamo. Sin preguntarle, su padre compró el globo y se lo ató en la muñeca mientras le sonreía con ternura, mientras la cara se le surcaba de profundas arrugas.

Miguel caminaba cabizbajo, no quería que los otros niños lo viesen con su globo, él ya no era un niño. Su padre, notándolo tan triste, se agachó junto a él y le dijo mirándole a los ojos:

- Este globo representa cuánto te quiero, y será tu orgullo por ser quien eres.

Los ojos de Miguel se humedecieron pero aguantó el llanto, se abrazó al cuello de su padre y lo besó suavemente en la mejilla.

Siguieron paseando toda la tarde. Miguel caminaba con la cabeza en alto, mirando cómo su globo rojo cada vez se hinchaba más y más, mientras caminaba acompañado por la persona que más lo quería en el mundo. Cuando los niños lo miraban o se burlaban de él, más grande y brillante se volvía su globo.

Tan grande era el globo rojo que toda la gente en la feria se volvía a mirarlo, comentaban entre ellos, se asombraban. Miguel sonreía sinceramente, y su felicidad llenaba cada vez más el globo, hasta que empezó a elevarse y volar. Miguel podía ver la feria entera bajo sus pies, mientras se alzaba cada vez más alto con su globo. Voló entre la copa de los árboles, miró el río fresco y cristalino que serpenteaba entre campos labrados y graneros, la carretera y las suaves inclinaciones de la tierra, los caminos de tierra perdidos entre los maizales y los trigales.

Volando y volando, como en un sueño de primavera, llegó a su casa. Se posó suavemente sobre la hierba del patio, al costado del ciruelo que había plantado su abuelo hacía ya tantos años. Se limpió los pies y entró corriendo en la casa, se descalzó y se metió en la cama, apretando la cabeza contra las sábanas, radiante de felicidad y amor.

Despertó por la mañana para ir a la escuela, su padre lo esperaba con el café con leche caliente y las tostadas con mermelada. Sin saber si había sido un sueño o un recuerdo, corrió hasta él, lo abrazó y le dijo bajito, bajito:

- Te quiero, papá.

lunes, abril 02, 2007

El cazador de setas (cuentos para Alejandro)

Un poco más al sur de las montañas vivía Pablo, el cazador de setas. Así lo llamaban sus amigos, porque le encantaba comer setas todos los días, con la carne, en los guisos y hasta en las ensaladas!.

Era joven y fuerte, y en otoño, cuando llegaba el fin de semana, se ponía sus botas de caminar y se adentraba en el bosque, él solo, camino de las montañas coronadas de nubes desgarradas. Silbaba bajito o cantaba para acompañarse, con la cesta de mimbre balanceándose en el brazo izquierdo, y la navaja afilada en la mano derecha.

Conocía el bosque como su propia casa, y sabía los mejores sitios para encontrar las mejores setas. Siempre recorría el mismo camino, casi sin darse cuenta, llevado como de la mano, por esos mismos senderos que en otro tiempo recorría tras los pasos seguros de su padre. Descansaba siempre en las mismas piedras, a la sombra acogedora de los mismos árboles, que cada otoño parecían más viejos y cansados.

Una mañana fría de noviembre salió con su cesta de mimbre y su navaja como siempre, pero había llovido mucho. El cielo estaba todavía cubierto de espesas nubes y el agua bajaba de las montañas en pequeños arroyuelos, que canturreaban mientras se abrían paso esquivando los gruesos troncos de los primeros árboles del bosque.

Decidió entonces cambiar su recorrido, y sus pasos lo llevaron por nuevos senderos, al reparo de nuevos árboles. Se sentía feliz, porque descubría una nueva montaña. Encontró un pequeño claro en el bosque, cubierto de fina hierba verde y suave.

Allí descansó y comió un trozo de queso y un poco de pan. Mientras recuperaba sus fuerzas descubrió, asombrado, al pie de un pino centenario, una gran seta, redonda y amarilla, que brillaba bañada todavía por el rocío de la mañana. Nunca había visto una seta igual, era la más hermosa y perfecta de todas cuantas había conocido en su vida.

Se acercó hasta ella con pasos cuidadosos, mirando de no hacer ruido, como si la pobre seta pudiese dar un salto y salir corriendo, y perderse para siempre. Cuando estuvo a su lado se quedó contemplándola, acariciándola, hasta que por fin, con su afilada navaja, la arrancó de la tierra, teniendo cuidado de no lastimarla. La guardó cariñosamente en su cesta y emprendió el regreso a casa, cantando y silbando, contento con su seta amarilla.

Cuando llegó a casa supo que nunca podría comérsela, era demasiado hermosa, demasiado perfecta. Decidió intentar plantarla para que creciera en su casa. ¡Era tan hermosa! La puso junto a la ventana del comedor, para poder verla cada mañana mientras desayunaba, antes de ir a trabajar.

A los pocos días la seta empezó a marchitarse. Pablo, preocupado, intentó cambiarla de sitio, y la llevó a la cocina, donde tocaba más el sol. Pero la seta amarilla continuaba marchitándose, haciéndose cada vez más pequeña.

Después de unas pocas semanas, Pablo se dio cuenta que su hermosa seta nunca podría vivir y crecer feliz en su casa. Así que decidió devolverla al bosque y a la sombra de sus pinos.

Dejó la seta, pequeña y sin brillo, al lado del mismo pino en el mismo claro del bosque. Se despidió de ella en silencio y volvió a casa con la cabeza gacha, sin cantar ni silbar. Pensó que nunca volvería a verla.

Pero volvió, y vuelve cada otoño de cada año, a visitar a su hermosa seta amarilla, que vive hermosa y brillante, abrigada por la hierba y protegida del sol por los pinos, en un claro del bosque, en las laderas de las montañas del norte.