El globo rojo (cuentos para Alejandro)
Miguel tenía siete años y había vivido toda su vida en un pequeño pueblecito perdido entre las suaves montañas del oeste. Nunca había estado en la Capital, las únicas veces que iba a la ciudad era para las visitas al Doctor Jiménez y para la feria anual de los niños.La feria anual de aquel año le parecía a Miguel la mejor de todas, cada año él era más grande y fuerte, y podía disfrutar de más y más atracciones. Se sentía raro, caminando con su ropa de domingo, de la mano, áspera de trabajar el campo, de su padre, entre los niños de la ciudad que corrían solos entre los puestos de la feria. No les envidiaba su libertad, sabía que ellos preferirían que sus padres los acompañasen a la feria.Entre un puesto de golosinas y otro de tiro al blanco había una pequeña paradita, la del vendedor de globos. Miguel creía que ya era demasiado grande para llevar un globo, pero no podía dejar de mirar un brillante globo rojo, que se balanceaba en la brisa como un álamo. Sin preguntarle, su padre compró el globo y se lo ató en la muñeca mientras le sonreía con ternura, mientras la cara se le surcaba de profundas arrugas.Miguel caminaba cabizbajo, no quería que los otros niños lo viesen con su globo, él ya no era un niño. Su padre, notándolo tan triste, se agachó junto a él y le dijo mirándole a los ojos:- Este globo representa cuánto te quiero, y será tu orgullo por ser quien eres.Los ojos de Miguel se humedecieron pero aguantó el llanto, se abrazó al cuello de su padre y lo besó suavemente en la mejilla.Siguieron paseando toda la tarde. Miguel caminaba con la cabeza en alto, mirando cómo su globo rojo cada vez se hinchaba más y más, mientras caminaba acompañado por la persona que más lo quería en el mundo. Cuando los niños lo miraban o se burlaban de él, más grande y brillante se volvía su globo.Tan grande era el globo rojo que toda la gente en la feria se volvía a mirarlo, comentaban entre ellos, se asombraban. Miguel sonreía sinceramente, y su felicidad llenaba cada vez más el globo, hasta que empezó a elevarse y volar. Miguel podía ver la feria entera bajo sus pies, mientras se alzaba cada vez más alto con su globo. Voló entre la copa de los árboles, miró el río fresco y cristalino que serpenteaba entre campos labrados y graneros, la carretera y las suaves inclinaciones de la tierra, los caminos de tierra perdidos entre los maizales y los trigales.Volando y volando, como en un sueño de primavera, llegó a su casa. Se posó suavemente sobre la hierba del patio, al costado del ciruelo que había plantado su abuelo hacía ya tantos años. Se limpió los pies y entró corriendo en la casa, se descalzó y se metió en la cama, apretando la cabeza contra las sábanas, radiante de felicidad y amor.Despertó por la mañana para ir a la escuela, su padre lo esperaba con el café con leche caliente y las tostadas con mermelada. Sin saber si había sido un sueño o un recuerdo, corrió hasta él, lo abrazó y le dijo bajito, bajito:- Te quiero, papá.
El cazador de setas (cuentos para Alejandro)
Un poco más al sur de las montañas vivía Pablo, el cazador de setas. Así lo llamaban sus amigos, porque le encantaba comer setas todos los días, con la carne, en los guisos y hasta en las ensaladas!.
Era joven y fuerte, y en otoño, cuando llegaba el fin de semana, se ponía sus botas de caminar y se adentraba en el bosque, él solo, camino de las montañas coronadas de nubes desgarradas. Silbaba bajito o cantaba para acompañarse, con la cesta de mimbre balanceándose en el brazo izquierdo, y la navaja afilada en la mano derecha.
Conocía el bosque como su propia casa, y sabía los mejores sitios para encontrar las mejores setas. Siempre recorría el mismo camino, casi sin darse cuenta, llevado como de la mano, por esos mismos senderos que en otro tiempo recorría tras los pasos seguros de su padre. Descansaba siempre en las mismas piedras, a la sombra acogedora de los mismos árboles, que cada otoño parecían más viejos y cansados.
Una mañana fría de noviembre salió con su cesta de mimbre y su navaja como siempre, pero había llovido mucho. El cielo estaba todavía cubierto de espesas nubes y el agua bajaba de las montañas en pequeños arroyuelos, que canturreaban mientras se abrían paso esquivando los gruesos troncos de los primeros árboles del bosque.
Decidió entonces cambiar su recorrido, y sus pasos lo llevaron por nuevos senderos, al reparo de nuevos árboles. Se sentía feliz, porque descubría una nueva montaña. Encontró un pequeño claro en el bosque, cubierto de fina hierba verde y suave.
Allí descansó y comió un trozo de queso y un poco de pan. Mientras recuperaba sus fuerzas descubrió, asombrado, al pie de un pino centenario, una gran seta, redonda y amarilla, que brillaba bañada todavía por el rocío de la mañana. Nunca había visto una seta igual, era la más hermosa y perfecta de todas cuantas había conocido en su vida.
Se acercó hasta ella con pasos cuidadosos, mirando de no hacer ruido, como si la pobre seta pudiese dar un salto y salir corriendo, y perderse para siempre. Cuando estuvo a su lado se quedó contemplándola, acariciándola, hasta que por fin, con su afilada navaja, la arrancó de la tierra, teniendo cuidado de no lastimarla. La guardó cariñosamente en su cesta y emprendió el regreso a casa, cantando y silbando, contento con su seta amarilla.
Cuando llegó a casa supo que nunca podría comérsela, era demasiado hermosa, demasiado perfecta. Decidió intentar plantarla para que creciera en su casa. ¡Era tan hermosa! La puso junto a la ventana del comedor, para poder verla cada mañana mientras desayunaba, antes de ir a trabajar.
A los pocos días la seta empezó a marchitarse. Pablo, preocupado, intentó cambiarla de sitio, y la llevó a la cocina, donde tocaba más el sol. Pero la seta amarilla continuaba marchitándose, haciéndose cada vez más pequeña.
Después de unas pocas semanas, Pablo se dio cuenta que su hermosa seta nunca podría vivir y crecer feliz en su casa. Así que decidió devolverla al bosque y a la sombra de sus pinos.
Dejó la seta, pequeña y sin brillo, al lado del mismo pino en el mismo claro del bosque. Se despidió de ella en silencio y volvió a casa con la cabeza gacha, sin cantar ni silbar. Pensó que nunca volvería a verla.
Pero volvió, y vuelve cada otoño de cada año, a visitar a su hermosa seta amarilla, que vive hermosa y brillante, abrigada por la hierba y protegida del sol por los pinos, en un claro del bosque, en las laderas de las montañas del norte.
Los hombres somos estúpidos
Suena mal pero es cierto: los hombres estamos en clara desventaja en nuestra relación diaria con las mujeres. Intentamos parecer superados y seguros de nosotros mismos, "ganadores", pero por más que fingimos con moderada eficacia no podemos escapar de la gravitación que ejercen sobre nosotros esos seres a los que denostamos y criticamos casi cada día.
Ya sé que no estoy descubriendo nada, nuestra debilidad por el "sexo débil" es ampliamente conocida y explotada por publicistas de todo el mundo, que utilizan a las mujeres-objeto para vendernos desde helados a coches, pasando por perfumes, relojes, desodorantes, tonos para el móbil y hasta compañías aéreas!
Los ejemplos abundan y son dolorosos de recordar y citar. Las chicas más guapas conseguían que todos los compañeros las ayudasen en la facultad, las camareras consiguen que comamos y bebamos cualquier error u omisión que cometan, las cajeras del supermercado se quedan nuestro cambio - puede que en catalunya no ;-) - y es completamente imposible que una tía buena se pierda en una gran ciudad: habrá decenas de hombres ansiosos de ayudarlas y de acompañarlas hasta casa si es necesario, aunque nos tengamos que desviar kilómetros de nuestro destino. No nos importa. Nos conformamos con una sonrisa.
El más patético de los expectáculos que podemos ofrecer es el de uno de nosotros, un hombre, arrastrado al escenario de un local de strip-tease. Es entonces cuando vemos hasta que punto una mujer que se lo proponga puede abusar de un hombre, que a la postre se lo pasa bien (o eso cree) mientras suda copiosamente y el corazón (y puede que algo más) se le dispara. Ese hombre tiene claro en todo momento que "acá no pasa nada", pero igual no puede con él, se rinde y se deja llevar. A veces tengo la tentación de pasarme al "lado místico", y hasta puedo ver cómo un flujo de energía abandona su cuerpo (el de él) y es inmediatamente absorbido por la fémina de turno. Es eso o es que ya llevo más cubatas de los que debiera.
Lo peor es que las mujeres lo saben, y las más listas se aprovechan cruelmente de nuestra debilidad y consiguen de nosotros cualquier cosa que deseen con el mayor descaro. Ni siquiera necesitan rebajarse o fingir ser accesibles, no no, les basta la más mínima insinuación, el más ligero guiño, ser simpáticas, amables... nuestra imaginación hace el resto, de una risa nerviosa somos capaces de construir una novela completa en la que "ella" está perdidamente enamorada de nosotros. No en vano cayó Dante enamorado ante el leve saludo de Beatrice.
Dicen los que se dedican a elaborar estadísticas de dudosa utilidad y más dudoso aún rigor científico, que los niños guapos consiguen más atención de sus padres y se crían mejor. De nuestra parte, la de los hombres, no lo pongo en duda, está en nuestra naturaleza. La belleza no sólo nos atrae, también nos entorpece, nos nubla la percepción. Platón (alguien dice que Lorenzo de Médicis) decía que "el amor es apetito de belleza".
Hay casos históricos que prueban que lo que digo no es una nimiedad. Ha habido guerras que han durado décadas, ocasionadas por el amor desesperado (y no correspondido) de un hombre poderoso por una mujer con pocos escrúpulos. Guerras de verdad, en la que murieron personas (hombres, claro) de verdad. También está aquella guerra de verso y canto que tan bien nos ha contado Homero, cuando la flor y la nata de las ciudades estado del mar Egeo sitiaron durante años y luego destruyeron Troya, solamente por recuperar uno de estos seres incomparables. También se puede decir que la secuela, "La Odisea", es también una metáfora de lo que un hombre enamorado es capaz de hacer por su dueña.
En el mejor de los casos nos resistimos, nos rebelamos y al final conseguimos pasarnos de "galanes" a "imbéciles". Rechazamos a la mujer guapa que tenemos al lado (en la oficina, en la facultad, en el metro). La ignoramos y hasta la maltratamos, o la tratamos peor que "las otras", las que no nos perturban. Y nos creemos fuertes. Y a veces nos damos cuenta de que, aunque sea de otra manera y en sentido contrario, también hemos caído en la trampa, estamos tan enredados en la telaraña como el pamplinas que tenemos al otro costado que escucha embelezado la sarta de estupideces que suelta "ella" con la boca medio abierta y la cabeza inclinada a un lado. Nos sentimos mejores que él (más hombres!) aunque seguimos orbitando ese sol efímero que nos distrae continuamente, que nos ocupa y preocupa aunque disimulemos.
Yo propongo una rebelión organizada, una revolución generalizada que iguale el marcador y ponga las cosas en su sitio. Tenemos que conseguir inmunizarnos, tratarlas normalmente, ni mejor ni peor. Intentar dejar de pensar en si "cuando dijo aquello" en realidad "quería decir aquello otro", "si yo le gusto" (que no tío, que noooo) , "si habrá notado que..." (que noooooooooo), en general dejar de pensar en ellas.
Y salgo a la calle todo confiado y contento, a dar un paseo por centro mi esposa y mi niño, y el cielo parece más azul que nunca, y yo me siento un hombre nuevo. Entonces nos paramos a comprar un helado y el que nos sirve, que es un Hombre, le da a ella, a mi esposa que está al lado de su esposo y con su hijo en la silla de paseo, un helado el doble que el mío, que ha costado lo mismo, y por dentro pienso: la batalla está perdida, y la guerra también.
Somos orgánicos
Entre las grandes preguntas que la humanidad ha intentado contestar desde el principio de los tiempos y que han acabado transformándose en poco más que un tópico, creo que la más importante, y puede que la menos discutida, es "¿Qué somos?".
Parece de lo más simple, pero aún así nos negamos sistemáticamente a contestar honestamente a esta pregunta. Supongo que este problema de autoaceptación deriva de nuestra necesidad imperiosa de "ser algo más", de ser "trascendentes". Suelen agradarnos palabras como "herencia", "legado", "resurrección", "inmortalidad" y "alma". Vivimos muy preocupados por lo efímero de nuestra existencia hasta el punto de que negarla sin más, sin explicaciones ni razonamientos: somos más que "esto que se ve", después de muertos seguimos vivos, "de alguna manera". Después los tópicos conocidos: que si vivimos en el recuerdo, que si nuestras obras nos sobreviven, que nuestros hijos y nuestra herencia genética, que si "algo" en nosotros es trascendental y vive eternamente (eternamente se dice fácil, pero dudo que alguien sea capaz de imaginarse la eternidad).
¿Por qué me preocupa? Porque creo que esta manera de creer/sentir/pensar nos ha llevado a un desprecio de lo que realmente somos, o para ser más políticamente correctos, de lo que evidentemente somos:
somos orgánicos. Somos un cuerpo y sólo en ese cuerpo vivimos.
Despreciamos nuestro cuerpo (y lo que somos) cuando sentimos asco ante nuestros olores y nuestras secreciones, cuando nos llenamos de vergüenza por estar un poco más gordos de lo que dicta la moda, cuando el acné se transforma en un trauma, cuando idolatramos los cuerpos de otros, cuando nos negamos e insistimos con que "la carne es debíl" o "la tentación de la carne". ¿Que acaso somos otra cosa que "la carne"? Esta división, que yo encuentro absurda, entre "la carne" y "nosotros" es para mi la expresión más grande de nuestro desprecio hacia nosotros mismos, hacia aquellos que somos.
Deberíamos aprender más del resto de los animales, y digo el resto porque para mi es tan absurdo hablar de "la carne y nosotros", como de "los animales y nosotros". He hablado con personas cuyo antropocentrismo los lleva a pensar en "animales, vegetales, (hongos si son más cultos), minerales, y el Hombre, así, con mayúsculas. El resto de los animales, decía, no parece en absoluto preocupado por su "aspecto físico" ni por sus olores (que encuentran útiles para sobrevivir), ni por su decrepitud. Simplemente viven aceptándose como son, y si no tienen inteligencia suficiente para "aceptarse", al menos tampoco la tienen para "negarse".
Supongo que a más de uno le sorprende (o le disgusta) ver a un perro oliendo sus propios excrementos, o a un canguro en Australia (vía National Geographic) lamiendo la orina de las hembras para descubrir si están en el momento apropiado para la cópula. No digo que deberíamos hacer lo mismo, para algo estamos dotados de un complejo "aparato analítico". Podemos resolver estos "problemas" con el intelecto. Pero, ¿podríamos al menos dejar de tener náuseas en el metro cada tarde?. ¿Podríamos reconocer en el olor de nuestros congéneres identidades y no "suciedades"?. Un día en que olvidamos de utilizar desodorante por la mañana luego de la ducha no puede ser más largo. Nos avergonzamos de nuestro propio olor. De allí el "desodorante", el que te quita el olor propio de tu cuerpo (o sea, tu olor) y lo esconde o lo disimula.
¿Hasta dónde hemos llegado con el desprecio de nuestros cuerpos? ¿Y hasta dónde queremos llegar?
Anorexia y Bulimia son sólo dos palabras, un poco de moda, para describir la punta del iceberg del problema del desprecio de nuestros cuerpos, dicho de otra manera, de nosotros mismos.
Alguna vez tenía que pasar
Quienes me conocen, que son pocos, saben que siempre he hablado pestes de los Blogs. ¿Qué le importa al mundo lo que pasa por la cabeza a X? (X en este caso yo mismo). Y aquí estoy, creando un Blog para contarle a quien quiera oir las tonterías que tengo cada día "in mente", a ver si logro conjurarlas.
Ya vendrán más cosas, ahora estoy probando cómo va la creación y edición, así que, a reveure!